¿Por qué somos curiosos?

¿Nos enseñan a serlo? ¿Lo somos por el tipo de educación que recibimos o llevamos algo en nuestros genes que nos incita a tratar de conocer incluso lo que no nos concierne?

Henri1407 / Pixabay

Cualquier persona ajena que visitase nuestro laboratorio de psicobiología en la Universidad Autónoma de Barcelona sentiría una especial curiosidad al ver diversas y coloridas piezas de lego esparcidas en las cajas de algunos módulos experimentales. Se sentiría intrigada, y hasta podría pensar que utilizamos nuestras dependencias científicas como guardería infantil donde llevar a nuestros pequeños cuando no tenemos donde dejarlos. Nada más lejos de la realidad, pues lo que ocurre es que el equipo de investigación de la profesora Margalida Coll utiliza las piezas de lego como objetos llamativos para estudiar la memoria de reconocimiento en ratas. Al igual que los visitantes de nuestro laboratorio, es decir, al igual que las personas, los roedores son también curiosos y desean conocer incluso aquello que no les concierne o no es de su incumbencia. Cuando las ratas observan algo nuevo en su entorno habitual lo exploran concienzudamente, olfateándolo y tocándolo, pero apenas hacen caso de los objetos viejos que ya conocen.

En el ámbito humano la curiosidad es parte de la vida de las personas. Es el mirar por el visillo de la ventana para ver quien pasa, el echarle una miradita de reojo al móvil de quien va sentado a nuestro lado en el autobús, el querer saber que piensan y hacen otras personas, cómo es su casa, con quien salen, qué votan en las elecciones, qué hacen los reyes, los políticos o los famosos en su vida privada, etc, aunque todo eso tenga muy poco que ver con quien lo husmea. Hay revistas y programas de televisión, por cierto muy exitosos, que satisfacen más que nadie ese tipo de curiosidad de la gente que el lenguaje popular califica de variadas formas, como fisgar, hurgar, escudriñar, atisbar o, simplemente, cotillear.

Es difícil encontrar a alguien que no sea curioso, pero no todas las personas lo son en la misma medida. Las hay poco curiosas y a quienes lo son en demasía les aplicamos el calificativo, generalmente peyorativo, de cotillas o chafarderas. Siendo así, otro tipo de curiosidad, esta vez la científica, nos hace preguntarnos por qué somos curiosos. ¿Nos enseñan a serlo?, ¿lo somos por el tipo de educación que recibimos o llevamos algo en nuestros genes y nuestra herencia biológica que nos incita a tratar de conocer incluso lo que no nos concierne? Sin duda, la educación y el ambiente en que nos criamos puede contribuir a que seamos curiosos, pero puede haber algo más y la neurociencia se ha prestado a investigarlo con cierto éxito en ratones de laboratorio.

Imagen de una caja con legos usada en el laboratorio de psicobiología en la Universidad Autónoma de Barcelona / MARGALIDA COLL ANDREU

Mehran Ahmadlou, del University College de Londres, y un amplio grupo de investigadores, han usado el sistema de imágenes de microscopía que mide el calcio de las células y han descubierto un grupo de neuronas en una zona del diencéfalo de ratones (zona medial incerta subtalámica) esencial para su decisión de explorar e investigar un objeto o un congénere nuevo que se introduzca en su jaula. Su descubrimiento fue corroborado mediante la poderosa técnica de optogenética, pues gracias a ella pudieron mostrar que cuando se activan experimentalmente dichas neuronas los ratones aumentan su conducta exploratoria de objetos o congéneres nuevos, mientras que cuando se inhiben las conductas exploratorias se reducen, como si los ratones se volvieran menos interesados en la novedad o, por así decirlo, menos curiosos. Los investigadores, que han publicado su trabajo recientemente en la revista Science, sostienen que las neuronas descubiertas son diferentes a las implicadas en otras conductas motivadas, como la de buscar comida.

Parece entonces, aunque el trabajo haya sido realizado en ratones, que en la línea filogenéticamente evolutiva de los mamíferos no es excluible que los humanos tengamos en nuestro cerebro circuitos neuronales que nos predispongan a la curiosidad. Por supuesto, eso no excluye que un determinado tipo de cultura y educación pueda modelar esa predisposición, potenciándola o reduciéndola. Una predisposición que, por otro lado, podría justificarse por la necesidad de las especies animales ancestrales de distinguir lo viejo de lo nuevo, o los compañeros habituales de los extranjeros o los intrusos, para evitar peligros y competencias y aumentar, gracias a ese tipo de reconocimiento, su supervivencia. Como efecto positivo colateral, la curiosidad podría haber evolucionado también como un modo de evitar la desagradable sensación del aburrimiento.

El País