Los viajes de Saint-Exúpery

Así fue la fascinante vida del autor que nos recordó con “El Principito” que todos fuimos niños una vez.

Lyon, la ciudad natal de Saint-Exupéry / AgeFotostock

Antoine de Saint-Exupéry nació el 29 de junio de 1900 en un apartamento del centro de la ciudad de Lyon; pero a los cuatro años, al morir su padre, toda la familia pasó a vivir en el castillo de Saint-Maurice-de-Rémens, muy cerca de la ciudad. Este castillo, propiedad de la tía de su madre, la condesa de Tricaud,  se convirtió en el espacio predilecto de su infancia y su recuerdo no le abandonó nunca. En los días de lluvia él y sus hermanos (era el tercero de cinco hermanos, tres niñas y dos niños) se refugiaban para jugar en la bohardilla. Ya entonces, el futuro escritor soñaba con volar. El castillo sigue hoy vacío, pendiente desde 2011 de un eterno proyecto para convertirlo en casa-museo.

Friburgo, la ciudad de sus primeros estudios / AgeFotostock

Con la edad de nueve años se acabó lo mejor de su infancia. Junto a su hermano François y su hermana Gabrielle (los tres mayores) dejó la libertad del castillo para conocer la autoridad del internado en Le Mans, ciudad de la familia paterna.Tiempo después, la madre envió a Antoine y François a Friburgo, Suiza. Allí, el escritor vivió momentos felices, conoció a muchos amigos que irían apareciendo luego a lo largo de su vida. Para nada buen estudiante, se pasaba horas leyendo con pasión a poetas como Baudelaire y a novelistas como Balzac y Dostoievski. Saint-Exupéry se libró de ser llamado a filas en la I Guerra Mundial, al cumplir su mayoría de edad poco antes del final de la guerra. Pero durante el último año de internado, murió  su hermano François al que estaba muy unido. Una experiencia que afectó mucho al futuro escritor.

Paris / AgeFotostock

En septiembre de 1917 se matricula en un liceo, en París. Pronto descubre la vida bohemia de la gran ciudad. Son los años en los que París era una fiesta. Para el joven, que nunca fue un estudiante muy aplicado, había demasiadas distracciones en el Barrio Latino. Tantas, que por las noches se escapaba del internado a través del alcantarillado hasta que fue descubierto. Pero Saint-Exupéry se sentía mal al no encontrar una verdadera vocación y pasó de disfrutar de la agitada vida cultural a sentir que todo aquello le enfermaba. En Abril de 1921 se incorporó al Segundo Regimiento de Aviación de Estraburgo. Su carrera como aviador profesional comenzaba. Obtuvo con veintiún años su licencia de piloto civil, no sin algún susto. Dicen que su comandante por entonces le espetó: “Usted jamás se matará en la aviación, porque ya lo habría hecho”. Lamentablemente, se equivocó.

El Sahara es toda una aventura

El joven piloto cumplió con su formación militar en Casablanca, Marruecos. Pero cuando parecía que su carrera como aviador estaba encarada, Saint-Exupéry se enamoró de una brillante y aristocrática joven, Louise de Vilmorina, por quien dejó la aviación. A la postre, la joven rompió con él por carta desde Biarritz. Siguieron años de aquí para allí sin saber muy bien cómo ganarse la vida, hasta que fue contratado por la Compañía Latécoère como piloto del correo junto a otras leyendas de la aviación. Cubrió la línea de Toulouse a Dakar, lo que le llevó a hacer escala varias veces en la ciudad de Alicante. Pero sin duda, el destinó que más le marcó fue el de jefe de la base aérea de Cabo Juby, en la zona meridional del protectorado español en Marruecos. Allí pasó 18 meses en contacto con la naturaleza del desierto, cumpliendo peligrosas misiones de rescate. De aquel tiempo dejó escrito que allí, “ni siquiera un silencio se parece a otro”. El cielo estrellado y la soledad del lugar le fascinaron.

Fitz Roy, abriendo caminos en La Patagonia / Gtres

Las aventuras en el desierto contribuyeron a convertir a Saint-Exupéry en un personaje legendario. Así, en 1929, tras publicar Correo Sur (1928), uno de sus primeros éxitos literarios, el piloto es enviado a Buenos Aires como director de la Aeropostal Argentina, filial de la compañía francesa donde trabajaba. Pero Saint-Exupéry seguía sin sentirse a gusto en las ciudades y mucho menos en tareas directivas, así que, a la mínima se escapaba en vuelos de reconocimiento. En uno de ellos llegó a batir un récord mundial al cubrir los 2.400 kilómetros de distancia entre Buenos Aires y Río Gallegos. Pero, lo que le marcó más en aquellos años no fue tanto el paisaje que veía desde su avión, como por ejemplo el Fitz Roy, todo un símbolo de la Patagonia, y con un pico llamado como el autor en su recuerdo, sino la historia de supervivencia que protagonizó su amigo Henri Guillaument mientas el escritor se encontraba al frente de la Aeropostal Argentina. Su amigo se perdió en los Andes durante un vuelo. Los Andes en invierno eran una trampa mortal; pero, finalmente, éste logró sobrevivir tras unas jornadas angustiosas: “Te lo juro –confesó al escritor–, ninguna bestia sería capaz de hacer lo que yo he hecho”. Aquella historia sería clave en la vida de Saint-Exupéry.

Moscú y su trabajo como periodista / Gtres

Poco a poco, Saint-Exupéry se va abriendo paso también en el mundo del periodismo. Su libro Vuelo nocturno (1931) se vende bien. El diario Paris-Soir quiso contar con él para que el escritor viajase Moscú como enviado especial para explicar cómo era la vida en la Unión Soviética. A Saint-Exupéry aquello no le interesaba especialmente, pero necesitaba el dinero y el periódico pagaba muy bien. También necesitaba un poco de acción: “Necesito ver a los hombres, los pueblos -le escribe a su esposa Consuelo- en su evolución. Me siento castrado cuando estoy en casa”.  Partió en abril de 1935 y publicó seis reportajes en los que su estilo periodístico quedó ya muy definido. No buscaba la máxima actualidad, sino, más bien, las historias, los personajes, los detalles. Más allá de lo esperable y convencional, narraba lo visto con un enfoque humanista. Y sus artículos fueron un éxito. Llegó a un gran número de lectores y, lo más importante, llegaron nuevos encargos. Mientras, el escritor comenzaba a sentir nostalgia de sus años de piloto y su tormentoso matrimonio con la salvadoreña Consuelo Suncín de Sandoval -la rosa del Principito- no pasaba por muy buenos momentos.

Madrid durante la Guerra Civil / Gtres

La Guerra Civil española es el primero de los grandes conflictos bélicos que Saint-Exupéry vivió en primera persona. El escritor acudió a cubrir la guerra en dos ocasiones, primero a Barcelona y después a Madrid, donde coincidió con los más grandes reporteros de entonces: Ernest Hemingway y Martha Gellhorn, John Dos Passos, George Orwell o Robert Capa. Son días en los que despierta su consciencia más política: “no es una guerra sino una enfermedad”, llegará a decir. En Barcelona estuvo a punto de ser fusilado una noche; pero ese no era el destino que le aguardaba. En Madrid, en abril de 1937, se encontró una ciudad completamente asediada por las tropas franquistas. De alguna forma, frente a la sinrazón de tanta muerte, Saint-Exupéry comenzó a reflexionar sobre qué era lo que daba sentido a la vida de los hombres y mujeres ante los poderes autoritarios: “¿Qué necesitaríamos -se preguntó en uno de los reportajes de aquel tiempo- para nacer a la vida?”.

Berlín y la II Guerra Mundial / AgeFotostock

Efectivamente, Saint Exupery comenzó a sentir que algo terrible estaba a punto de suceder. Se respiraba en el ambiente. A principios de 1939, salió publicado Tierra de hombres y fue nombrado oficial de la Legión de Honor. Presintiendo lo que estaba por venir, viajó a Berlín para ver con sus propios ojos cómo se estaba desarrollando todo en Alemania. Volvió horrorizado, convencido de que con Hiter no habría paz. No se equivocó. En diciembre de 1939, Saint-Exupéry se incorporó en una escuadrilla de reconocimiento con base en la región de Champagne. Llegó a realizar siete peligrosas misiones de reconocimiento, por las que recibió la Cruz de Guerra. Pero el avance nazi era imparable, la escuadrilla fue evacuada y Francia ocupada. El mundo que había conocido comenzaba a desaparecer.

Nueva York en el exilio / Gtres

Saint Exupéry puso rumbo a Estados Unidos, donde se exilió en Nueva York. Vivió momentos de profunda tristeza. Su matrimonio con Consuelo no funcionaba y ambos vivían vidas independientes, con apartamentos y amantes por separado. Ideológicamente se posicionó alejado del Gobierno de Vichy igual que de Charle de Gaulle, del que desconfía. Publicó Piloto de Guerra (1942), que había escrito como mensaje de apoyo a los franceses que seguían resistiendo y un llamado a que Estados Unidos interviniera en la guerra. Pero, el libro no alcanzó sus objetivos y Saint-Exupéry sufrió las intrigas políticas tanto como los remordimientos por no poder volar y encontrarse a salvo mientras otros compatriotas seguían sufriendo la guerra. Cuenta en su libro Montse Morata que al escritor le gustaba lanzar aviones de papel desde su ventana, en la planta 21 de su edificio en el 240 de Central Park South. Tal vez, mientras flotaban en el aire soñaba con volver a pilotar. Algo positivo quedó de todo aquello: El Principito , que se escribió en una mansión que ocupó en Long Island. Antes de marcharse, el escritor regaló el manuscrito a su amante, la periodista Silvia Hamilton.

Córcega y la desaparición

Su compromiso era tal que Saint-Exupéry no paró hasta lograr reincorporarse en activo. Su edad (cuarenta y cuatro años) no era la ideal y su salud, muy maltrecha por todos los accidentes que había ido sufriendo, tampoco; a pesar de todo ello, en febrero de 1944 logró reincorporarse en su escuadrilla destinada primero en Cerdeña y, posteriormente, en Córcega. Le autorizaron a cumplir cinco misiones. La mañana del 31 de julio de 1944, Saint-Exupéry partió en vuelo de reconocimiento hacia la región francesa de Grenoble, al este de Lyon. Ya nunca volvió; tal vez aprovechó para sobrevolar por última vez el castillo de Saint-Maurice, el refugio de infancia al que siempre acudía cuando comenzaba a notar la punzada de la nostalgia.

La mañana del 31 de julio de 1944, Saint-Exupéry despegó en misión de reconocimiento desde su base en Córcega y ya nunca volvió. A pesar de su edad y su maltrecho estado de salud, había insistido hasta lograr incorporarse de nuevo en una escuadrilla del ejército francés. El mundo que había conocido se derrumbaba, Francia estaba ocupada por los nazis y él no podía estar sin hacer nada. En aquel último vuelo quedaba resumida su vida. Y es que hay hombres que no necesitan más epitafio que el de un último gesto.Con su desaparición, Saint-Exupéry -el hombre, el escritor, el piloto- pasó a convertirse en mito.

Para Saint-Exupéry, la aviación, más que un oficio, era una forma de vivir, llegando a ser, como dice Montse Morata en su espléndido Aviones de papelun humanista con alas. Volar dio sentido a su vida ya desde la infancia: solía responder a su madre que se encontraba ocupado con su aeroplano imaginario como pretexto para no bañarse y se entretenía en construir artefactos voladores como una vez que sorprendió a todos añadiendo un mástil con una vela a su bicicleta que, por fortuna, nunca llegó a volar.

“Aquellos veteranos alimentaban sabiamente nuestro respeto. Mas, de tiempo en tiempo, apto ya para la eternidad, uno de ellos ya no regresaba” (Tierra de hombres, 1939)

Bautizado con cinco nombres, Antoine Jean Baptiste Marie Roger de Saint-Exupéry nació en el seno de una familia aristocrática venida a menos, el 29 de junio de 1900, en Lyon. Perdió a su padre con solo cuatro años, y desde entonces, fue solo su madre la que cuidó de él y de sus otros cuatro hermanos, otro niños y tres niñas.

En el cercano castillo de Saint-Maurice-de-Rémens, propiedad de la tía de su madre, pasó gran parte de su infancia. Fue el lugar al que siempre acudió con nostalgia allá donde fuera que se encontrase a lo largo de su corta, pero intensa vida: “¡Hay que ser un incendio!”, solía decir. No fue ni París, ni las noches de soledad en el desierto del Sáhara, ni las grandes ciudades como Nueva York o los caminos salvajes de la Patagonia, no, fue aquel castillo digno de un pequeño príncipe el que siempre funcionó de consuelo al hombre que llevó a un niño en su corazón.

Saint-Exupéry vivió todas las vidas que escogió vivir hasta sus últimas consecuencias: como piloto, fue uno de los pioneros de la aviación; como escritor, fue autor de culto y llenó de poesía el mundo; como pensador, ensalzó la grandeza del ser humano por encima del individualismo; finalmente, como periodista, denunció las injusticias de la guerra. Fueron tantos sus logros que parece injusto que finalmente solo se le recuerde como el autor de El Principito (1943).

Otras obras suyas fueron también verdaderos éxitos en la época. La primera, El aviador (1926), a la que siguieron, entre otras, Vuelo nocturno (1931)Tierra de hombres (1939)Piloto de guerra (1942) o Carta a un rehén (1944). Para Saint-Exupéry la aviación no era un simple tema literario, sino el núcleo alrededor del cual giraba todo, llegando, incluso, a determinar su forma de escribir: precisa y directa: “No hay que aprender a escribir -explicó por carta a su amiga Renée de Saussine-, sino a ver. Escribir es una consecuencia”. Más tarde, esa frase, que parece una anécdota, pasó a formularse de otra forma: “Lo esencial es invisible para los ojos”. Y con es mirada fue que recorrió el mundo.

National Geographic