Las capacidades sociales son nuestro verdadero superpoder

Según varios estudios científicos, la sola presencia de otras personas en nuestro entorno hace que el cerebro cambie su manera de trabajar.

Para Valeria Gazzola, investigadora del Instituto Holandés de Neurociencia, “estamos dotados de una capacidad que ningún sistema artificial ha logrado imitar aún: la de transformar el comportamiento observable de los demás, nuestras percepciones, en hipótesis acerca de lo que esas personas sienten y planean”. Dice esta experta en  neurociencia que, aunque eso parece tan natural como respirar, no lo es.

De hecho, exige la capacidad de procesar y comparar todo lo que percibimos de fuera con la información de nuestros propios sistemas emocionales, sensoriales y motores, esos que nos permiten sentir en primera persona. Por muy orgullosos que nos sintamos del lenguaje, la inteligencia, la pintura, la literatura, el séptimo arte o la tecnología que nos ha permitido llegar hasta la Luna, “nada de eso sería posible si no supiéramos colaborar estrechamente unos con otros,  aprender de otros, cuidar unos de otros”, reflexiona Gazzola.

Las capacidades  sociales están en la esencia de lo que nos hace humanos, son nuestro auténtico superpoder. Cuanto más se ahonda en el conocimiento del cerebro, más se confirma que las neuronas dan prioridad a lo social. En 2016, el neurocientífico alemán Martin Brüne, de la Universidad Ruhr de Bochum, demostró que el encéfalo atiende a lo que tiene que ver con las acciones cotidianas de los demás y que otorga prioridad absoluta a la información social. Ni esos vídeos virales gatunos de YouTube lograrían desviar tanto nuestra atención, porque son tiernos, pero no humanos. Un matiz fundamental. Hasta hace poco se pensaba que para el cerebro existían dos categorías a la hora de catalogar el mundo: animado o inanimado; vivo o inerte. Pero, en 2014, investigadores italianos de la Universidad de Trieste demostraron que habíamos obviado una tercera categoría: la social, sustentada por circuitos propios de neuronas dedicadas a detectar todo lo que atañe a grupos de individuos de nuestra especie.

Una de las consecuencias de esta capacidad es que, con intención o sin ella, nos pasamos el día aprendiendo de los demás. La experiencia ajena es la mejor maestra. Los expertos en la materia lo llaman  aprendizaje observacional. “Esto es así especialmente en lo tocante a todo aquello que nos puede herir o matar; está claro que el coste de aprenderlo por uno mismo es muy alto. Por eso, la habilidad de aprender observando a otros sujetos es muy adaptativa y nos da ventajas para la supervivencia”, explica Kay Tye, neurocientífica del MIT. La capacidad de escarmentar en cabeza ajena se la debemos a un circuito cerebral que aprende mirando a los demás y que es distinto e independiente del que extrae conocimiento de experiencias propias.

Otra sensación única que aporta el contacto social es la  vergüenza ajena, ese incómodo “tierra, trágame” que nos embarga cuando vemos a alguien comprometer su dignidad. Dicen los neurocientíficos que las situaciones embarazosas de los demás activan las mismas estructuras corticales que cuando nos compadecemos de alguien. Tiene mucho que ver con la empatía, con la capacidad humana de ponernos en el lugar de los demás y sentir lo que ellos sienten en nuestras propias carnes. Y también estas neuronas están detrás de la facilidad con la que se contagian las sonrisas, cuando ante un rostro sonriente recordamos la emoción a la que tenemos asociado el gesto y, de forma refleja, lo imitamos.

Podría pensarse que cuando nos quedamos solos todo ese entramado cerebral gregario se desconecta. Pues no. El cerebro está tan obsesionado con lo que les pasa a los otros que, si decidimos tomarnos un respiro y alejarnos del mundo, se pone a trabajar en la información social que ha recabado. Científicos de la Universidad de Dartmouth (Nuevo Hampshire) explicaron recientemente que en los momentos de aparente reposo se refuerzan las conexiones entre la corteza medial prefrontal y la unión temporoparietal, cuya misión es evaluar la personalidad, el estado mental y las intenciones de los demás. En otras palabras, nos dedicamos a hacer deducciones o inferencias sociales en segundo plano. De este modo, el encéfalo aprovecha su tiempo libre para extraer conclusiones de las vivencias gregarias del resto de la jornada.

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