Eudaimonía, vocación y dharma (o la importancia de actuar en consonancia con un principio superior)

Principios rectores y ordenadores que vinculan la ética con la metafísica.

Debemos de preguntarnos si la naturaleza no contiene en sí misma una tendencia a entonarse, un Eros que le impulsa hacia la perfección.

Alfred North Whitehead, Adventures of Ideas

La misma situación, las mismas vejaciones y presiones, son llevadas de manera muy distinta, si una persona ha encontrado sentido en la vida o no. Esto fue notado por Viktor Frankl en los campos de concentración en la Segunda Guerra Mundial. Las personas que sienten que viven para algo, que están motivadas por alguien o algo a lo cual le dan más valor que a su propia vida o que sienten que son guiadas por un principio universal, son capaces de afrontar adversidades con mucha mayor solvencia.

El guerrero Arjuna, del clan de los pandavas, se preparaba para una guerra intestina, inmensa, imponente. Del otro lado combatía el ejército de los kauravas, compuesto por sus primos, tíos, maestros y demás. Vacilando ante ésta delicada y terrible situación, Arjuna pensó que era mejor abstenerse de luchar. Al tiempo que ya sonaban las conchas de guerra y marchaban los elefantes por el campo de Kuru, Krishna, la divinidad que se hacía pasar por su auriga, aleccionó a Arjuna y lo convenció que debía luchar. ¿Por qué? Porque debía cumplir su vocación, su sva-dharma, su propia misión en la vida. Arjuna había nacido dentro de la clase de los guerreros y su destino era rectificar una injusticia. Todo dharma personal confluye con el dharma universal. Debía entregarse a una voluntad superior, la del mismo Krishna, que lo conducía en la batalla y en la vida.

En los himnos del Rig Veda se aparece el concepto clave de ṛta (la pronunciación se acerca a “rita”). Esta término es al mismo tiempo la “verdad” y el “orden cósmico”. Se presenta dentro del contexto del sacrificio védico, que es el fundamento de la religión védica. En algunos de los himnos se describe cómo el cosmos fue creado a través del sacrificio. El dios progenitor (Purusha o Prajapati) se sacrificó a sí mismo y el resultado de ese sacrificio es el universo, con sus diferentes divisiones: el cielo, la atmósfera, la tierra; los diferentes dioses; las diferentes clases de hombres y demás. El sacrificio que es llevado a cabo por los hombres busca reestablecer la divinidad o reconstituir el cuerpo divino que fue desmembrado y a la vez participar en ella, es decir, deificarse o alcanzar el estado de conciencia de la divinidad. Otro himno habla del sacrifico como el acto con el que se extiende una trama o una madeja; esa trama constituye el orden del cosmos pero también produce los vínculos que conectan a lo divino con lo humano. Del concepto de ṛta y de la ortopraxis del sacrificio se derivarían términos más conocidos como dharma y karma. Dharma directamente substituyendo a ṛta y karma como el mecanismo mismo de causalidad que es observado en el sacrificio, el cual es superior incluso a los dioses. Lo que nos interesa aquí es el hecho de identificar el orden cósmico con la verdad y una forma de actuar en correspondencia con este orden cósmico, una forma verdadera de actuar, que sería equivalente a la salvación o a la liberación, la suprema felicidad.

Aristóteles en su Ética llamó a la auténtica felicidad eudaimonía, el estado virtuoso del alma, la vida individual en armonía con la vida colectiva. Eudaimonía es un término que suele traducirse simplemente como “felicidad”, “bienestar” o “plenitud”, pero que literalmente significa “buen demonio”, esto es, tener un buen ángel, genio o divinidad particular. Existía en Grecia (véase el Timeo de Platón) la creencia de que cada alma tenía una divinidad o un espíritu asignado, a veces identificado con la estrella natal. Sócrates famosamente escuchaba la voz de su daimon como un imperativo categórico que le exigía que no hiciera ciertas cosas. Se formuló luego la noción de que para que el ser humano pudiera estar en paz y el alma pudiera transmigrar hacia una mejor existencia, se debía de alguna manera satisfacer las demandas de este daimon, esta conciencia moral trascendente. El traductor, filósofo platónico y astrólogo Marsilio Ficino escribió:  “Quien descubre su propio genio a través de estos medios encontrará su trabajo natural y al mismo tiempo encontrará su estrella y su daimon. Siguiendo este camino obtendrá felicidad y bienestar.” Así conjugando la noción de un espíritu astral con la de la felicidad. El daimon sería identificado con el alma misma o con un aspecto del alma que yacía intacto e impoluto por el mundo material, aún contemplado las formas eternas. Luego el psicólogo James Hillman diría “hasta que el alma no obtiene lo que quiere, te enferma.” El alma identificada con este daimon, que ejerce presión a través del cuerpo hasta que el alma racional no se enfila en la dirección que ordena. Pero una vez que se torna transparente a la voluntad daimónica -que es la intermediara de la voluntad divina-, la experiencia se ve transfigurada y cuenta, como si fuere, con el apoyo de todo el universo en su empresa.

En el manual medieval de magia Arbatel se expresa la misma idea: “Aquel que actúa con fidelidad a su vocación, también tendrá a los espíritus como constantes compañeros de sus deseos, quienes proveerán en todo.” Este influyente manual sostiene que la verdadera magia no es más que la “adoración de Dios”, lo cual sería el propósito de la existencia humana a fin de cuentas. De la misma manera que los pájaros adoran a la divinidad con sus cantos en la mañana o las flores con sus colores, los hombres adoran a dios con sus acciones y pensamientos, pero ya que estos son libres, deben encontrar el ámbito que les permita expresar lo que son -cantar su ser, florecer-, es decir, su vocación. Seguir su vocación es su adoración. La abeja ya sabe que debe construir un panal, pero ¿qué es lo que debe construir el hombre? Esa es la cuestión. Y, sin embargo, como la abeja que es guiada por el Sol en su danza para ubicar las fuentes de néctar, el hombre también es guiado por el Sol, pero no le ve. Como escribió Platón en Las leyes: “Todos  los hombres ven el cuerpo del Sol, pero ninguno ve su alma”.

El filósofo cristiano neoplatónico Dionisio el Aeropagita acuñó el término “jerarquía”, literalmente “orden sagrado,” comparable al ṛta védico. En la cosmovisión de Dionisio el universo entero puede verse como una especie de sinfonía litúrgica, en la que cada individuo -ángel, hombre, animal, etc.- participa al sintonizarse con la jerarquía, con el modo sagrado de la existencia, justamente al cumplir con su esencia y telos particular, con su vocación. El canto de alabanza, la liturgia universal, que es el mundo, sucede en la medida en la que cada ser actualiza su propia naturaleza. Esta actualización es, en el fondo, una deificación, pues cada ser no es más que la divinidad en su procesión, en su salir de sí misma para retornar a sí misma sin ningún otro motivo que su gloriosa superabundancia. Por esto, en lugar de pensar en la jerarquía como opresión o explotación, afectados de la ideología política moderna, podemos pensar, como ha notado John Milbank, en la jerarquía como éxtasis, la estructuración que permite la difusión extática de la divinidad en el cosmos, ese ornamento que permite disfrutar su luz supraesencial. 

Para Schopenhauer el ser humano debía establecerse en su “carácter inteligible” o “carácter innato” (un concepto que aparece antes en Kant). Éste carácter era la expresión de un acto de la Voluntad, y constituía la esencia de la persona, que era un aspecto de las ideas o arquetipos eternos. En otras palabras, se trataba de una esencia universal que se expresaba en el individuo, como encarnando en el personaje de un drama. La forma de establecerse en este carácter innato era negando toda voluntad individual egoísta o particular. Los artistas, justamente poseídos por el genio (daimon), pasaban de lo particular a lo universal en sus intuiciones y se convertían en espejos de la humanidad, en hombres universales a través de los cuales pulsaba la Voluntad, la fuerza única del cosmos. Pero lo hacían sólo de manera temporal; era el asceta quien podía alcanzar en su total negación de la voluntad personal una completa identificación con la Voluntad. Podemos observar un patrón recurrente: el carácter esencial del individuo se alinea con y subsume en la esencia del universo, sea esta esencia una divinidad o una voluntad ciega e impersonal, y esto es la felicidad, el propósito o la plenitud de la existencia. Heráclito había dicho: ethos anthropoi daimon, una frase que generalmente se traduce como “el carácter de un hombre es su destino (daimon).” Pero como hemos visto aquí el daimon no sólo es el destino (el lugar hacia donde llegamos, nuestra estrella) sino aquello que nos jala y empuja hacia él: hacia nosotros mismos. Desempeña a veces el papel de las furias y a veces el de las musas. Y ethos, pues es obviamente la palabra que nos da “ética”, la forma correcta de actuar en el mundo. Así pues, tenemos aquí el fundamento de la ética  -un dharma, una eudaimononología-, que es siempre necesariamente una metafísica. Pues la forma correcta de existir para el ser humano, la forma a través de la cual alcanza una felicidad que no es meramente hedónica, es no existir para sí mismo -pues él mismo no se basta-, sino para algo superior, para algo que lo llama hacia un destino más alto o más profundo, y aunque eso sea finalmente su propia esencia, necesariamente implica una superación de su condición material contingente, de su extravío en lo que Schopenhauer llama, en una feliz combinación de Kant y las Upanishad, el velo de maya del mundo de los fenómenos. La vida individual es una ilusión; la vida verdadera es una vida en la que la totalidad se hace presente en la parte, en la que las ideas encarnan y el individuo, contemplando lo eterno, se olvida de sí mismo. El hombre no es feliz por si sólo, por su propia fuerza, necesita entrar en ritmo con algo que lo trasciende pero que a la vez lo mueve desde dentro. Dante termina su Divina Comedia con una imagen en el más alto empíreo que conjuga, en su perfección circular, la ética con la metafísica:

[…] mas ya mi deseo y mi voluntad

giraban suavemente como ruedas que movía

el mismo amor que mueve al Sol y a las otras estrellas.

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