Curiosidades sobre el pan

El pan arrastra una mala fama –que si engorda, que si es malo para la salud…– alejada de la realidad. Cuando tiene calidad y se consume en cantidades razonables, es de lo mejor y más placentero que podemos comer.

Hasta hace muy poco, los panaderos se levantaban cuando el resto del mundo dormía plácidamente. Su ritual empezaba al ponerse el sol, cuando dejaban preparado el fermento del pan. Luego se iban a casa, cenaban pronto, se echaban una cabezadita breve y, a eso de las dos de la madrugada, ya estaban de nuevo en el obrador amasando con mimo sus hogazas. Preparándolo todo para que, al amanecer, los mostradores estuvieran repletos de pan recién hecho. Por suerte para ellos, en los últimos años las cosas han cambiado. Gracias al frigorífico y a la capacidad que tiene el frío de pausar durante unas horas la fermentación de las masas, los madrugones en este oficio han pasado a la historia. “Menos mal, porque si ahora mismo a un chaval de dieciocho años le dices que jamás va a salir de noche con sus amigos, posiblemente renuncie a ser panadero”, comenta a MUY Iban Yarza, uno de los principales comunicadores del pan en nuestro país, autor del best seller Pan casero (Larousse, 2013).

“Es más, uno de los grandes dramas de los panaderos hasta hace nada era que les costaba horrores encontrar personal que les cogiese el testigo. Menos mal que el estigma de que este oficio es extenuante y no permite dormir está desapareciendo en el siglo XXI, gracias a la tecnología de amasadoras y neveras”, nos aclara Yarza. alquimia al horno. Lo que de ningún modo se ha perdido es la habilidad de los panaderos artesanos para convertir ingredientes muy sencillos en una auténtica delicia. Ellos saben mejor que nadie que la harina de trigo es un material extraño, casi mágico. Que si la mezclas con aproximadamente la mitad de su peso en agua, parece cobrar vida. Al principio, se forma una masa cohesiva que se resiste a cambiar de forma. Pero, con el paso del tiempo y el amasado, se va transformando en un material elástico, plástico, moldeable, sedoso y, también, muy ligero, gracias a las burbujas que quedan atrapadas entre las proteínas del gluten –el músculo de la harina– y los granos de almidón, hinchados por el agua. “El pan es básicamente agua y harina, no hay un alimento más minimalista que este —afirma Yarza. Y añade—: A veces lleva también sal, pero en las islas Baleares y en Alicante tenemos panes sin sal, y están muy ricos”. Lo extraordinario es que, pese a su simplicidad, las variedades son infinitas.

¿Por qué? “No es tanto por la materia prima, dado que cada vez hay menos molinos, y muchos hornos distantes y distintos usan exactamente la misma harina”, nos explica. Lo que sí hacen los panaderos es alterar el proceso jugando con tres variables: la temperatura del horno, los tiempos de fermentación y de cocción, y la humedad. Eso, y darle su toque personal con las manos. “Hay gestos propios de ciertas comarcas o regiones que dan lugar a estilos de pan concretos. Luego hay panaderos que tienen su propio gesto único y reconocible cuando te comes el pan, que es una cosa muy bonita”, relata este entusiasta de las masas.

Acusación infundada

Con todo, el negocio del pan anda de capa caída últimamente en nuestro país. En los años sesenta, los españoles consumíamos más de 130 kilos por persona y año, pero ahora ni siquiera llegamos a los 35 kilos anuales per cápita, muy por debajo de la vecina Francia. Y todo por culpa de la campaña de desprestigio que se ha hecho durante años contra este alimento. Si lo piensas un poco, ¿qué es lo primero que te quitaban en los regímenes de adelgazamiento?

El pan, por supuesto, era poco menos que el Lucifer de la dieta para muchos de los nutricionistas del siglo pasado. Pero la realidad es que el pan per se no engorda. Sobre todo si contiene grano entero, el más nutritivo. La evidencia científica indica que excluirlo de tu alimentación, incluso si eres obeso, puede ser contraproducente. Lo sabe bien Lluís Serra, catedrático de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y especialista en nutrición y dieta mediterránea. Hace unos años lideró un estudio en el que demostraba que comer pan integral no contribuye de ningún modo al aumento de peso.

Hasta se da la paradoja de que, a medida que en nuestra sociedad disminuye su consumo, aumenta la obesidad, posiblemente, porque se tiende a sustituir su ingesta y la de los cereales por otros productos de densidad calórica mucho más elevada. Dicho de otro modo, tu relación con la báscula mejora notablemente si el pan de grano entero forma parte de tu mesa. a mordisco limpio. “En los años sesenta, cuando yo era un chaval, el panadero colgaba en la puerta de mi casa una bolsa con siete u ocho barras y las devorábamos en un día; sin embargo estábamos bastante flacos”, recuerda Serra. “Esto no significa que el pan adelgace, solo que, siempre y cuando sea de calidad, no engorda”, nos aclara el investigador, que forma parte de la lista de los 6.000 científicos más citados del mundo. Y significa, asimismo, que es una fuente de carbohidratos más saludable que otras, dentro de una dieta equilibrada.

De hecho, cuando se inventó, nuestros antepasados vieron el cielo abierto. Por aquel entonces ya había cereales, claro, pero nuestro sistema digestivo no era capaz de digerirlos. Cuando empezaron a ser procesados artificialmente, primero molidos, luego remojados y fermentados, se convirtieron en alimentos básicos para los seres humanos y comenzaron a aportarle a nuestra especie carbohidratos a espuertas, una de las tres patas de la alimentación equilibrada, junto a las proteínas y las grasas.

Eso sucedió hace mucho, muchísimo tiempo. Exactamente cuánto, es difícil de precisar. Hasta hace poco, se creía que el pan hizo su primera aparición en el Creciente Fértil hacia el año 8000 a. C., cuando dejamos la vida nómada y nos convertimos en agricultores y ganaderos. Sin embargo, un hallazgo de 2018 lo adelantó unos cuantos miles de años. En el Desierto Negro de Jordania, científicos españoles, daneses y británicos encontraron restos de un pan plano horneado por cazadores-recolectores nada menos que hace 14.400 años, bastante antes de la agricultura. Nuestros antepasados molieron y amasaron cebada, espelta y avena para cocinar aquellas tortas planas. ¿Las primeras? De momento parece que sí. Pero no hay que descartar que los arqueólogos vuelvan a sorprendernos.

Lo que nadie pone en duda es que los antiguos egipcios jugaron un papel primordial a la hora de convertir el pan en un must de la dieta. Tenían la gran ventaja que el río Nilo ofrecía para el cultivo de cereales. Eso propició que fueran ellos los creadores de los primeros grandes hornos para cocer el pan. Además, consolidaron las técnicas de panificación. Incluso establecieron la sana costumbre de colocar un pequeño bollo de trigo en el plato de cada comensal. Y desarrollaron el pan fermentado con levadura que tanto nos gusta.

Los griegos hicieron suyo aquel producto nada más conocerlo y metieron rápidamente las manos en la masa para desarrollar todo tipo de variedades. Después llegó el turno de los emperadores romanos, que se esmeraron en darle publicidad. Cuando querían tener contento al pueblo, clamaban: ¡Panem et circenses! Que, traducido a nuestro idioma, quiere decir ‘¡Pan y circo!’. Los grandes placeres. entre pirámides. Darle un carpetazo a toda esta tradición no va a hacernos ningún bien. No solo porque es muy probable que, al dejar de consumir pan, engordemos. Lo realmente grave del asunto es que le haríamos un flaco favor a la dieta mediterránea, esa por la que tanto nos envidian en el resto del mundo. Una alimentación fundamentada en la mágica triada de cereales, vino y aceite de oliva que, desde 2010, la UNESCO reconoce como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Por no hablar de las proteínas, las vitaminas, los minerales y los ácidos grasos esenciales que contiene una buena hogaza. Por algo, el decálogo de la Fundación Dieta Mediterránea afirma que el consumo del pan “es indispensable por su composición rica en carbohidratos” y por su valor nutritivo.

Aliado del corazón

El argumento de que engorda hay que desterrarlo, porque, ya lo hemos visto, ha sido desmentido por la ciencia. Y quienes se escudan en las tesis de la cruzada antigluten también andan bastante desencaminados. Porque resulta que, si perteneces al 89 % de la población que ni es celiaca ni padece alergia al trigo, el gluten no te causa problemas de salud. Al mismo tiempo, más te valdría huir de los productos sin gluten, que suelen incorporar altas dosis de grasas procesadas y azúcares simples que disparan la obesidad, la diabetes y el colesterol. Para más inri, hay pruebas irrefutables de que su consumo diario ejerce un efecto protector en la salud cardiovascular.

Según un estudio de la Universidad de Barcelona, tanto el blanco como el integral reducen los niveles de colesterol LDL o malo y aumenta los de colesterol HDL o bueno. Además, si es integral, obtenemos un beneficio extra, ya que el riesgo de desarrollar diabetes de tipo 2 disminuye. No acaba ahí la cosa. El consumo habitual de trigo y otros cereales ricos en fibra se relaciona con una mayor esperanza de vida. Comer cada día dos rebanadas de pan integral o de centeno y un bol de cereales reduce las probabilidades de fallecer prematuramente a manos del cáncer, de un ataque al corazón, de una enfermedad respiratoria o de una infección, según un estudio noruego del que se hacía eco el British Medical Journal. Además, otro trabajo dado a conocer en la revista The Lancet estimaba que una proporción adecuada de frutas, verduras, pasta, cereales y pan en la dieta reduce en un 30% el riesgo de que cualquier enfermedad se nos lleve por delante antes de lo deseado.

El aroma de la bondad

Por otra parte, si renunciamos a este alimento desaprovechamos una importante fuente de placer. Basta aspirar su aroma para que entre en ebullición nuestro sistema de recompensa cerebral, según comprobaba el año pasado un equipo de científicos holandeses. Es más, el olor a pan recién hecho dispara el altruismo y nos vuelve más amables y generosos con los extraños. Lo dejó muy claro un original experimento francés repetido unas cuatrocientas veces para disipar cualquier duda. Los investigadores querían poner a prueba la reacción de una serie de individuos cuando veían que a un peatón se le caía un guante o un pañuelo frente a dos tiendas diferentes en las que compraban: una panadería y una tienda de ropa.

Para su asombro, si el incidente ocurría la puerta de la panadería, la tendencia a dar una carrera para devolverle al despistado transeúnte su objeto perdido era un 25 % más alta. “Pan caliente hambre mete”, sentencia el refranero. Y parece que también mete generosidad. de vuelta a lo artesano. Si, llegados a este punto, ya te has convencido de que no hay nada mejor que una rica hogaza, ahí va otra buena noticia. Aunque no se puede negar que, como dice Yarza, en España hay mucho “pan malo, que se hace con prisa y con demasiadas levaduras y aditivos”, paralelamente ha empezado a emerger un movimiento destinado a producir barras de calidad. Está liderado por panaderos de toda la vida y otros más jóvenes que se esmeran en emplear buenas harinas y fermentaciones lentas. Sin prisas. Saludable. “Todo lo positivo que le atribuimos solo resulta válido para el pan de calidad”, nos comenta Serra.

Es más, según este investigador, “el pan industrial, el de gasolinera y el congelado son metabólicamente dañinos, y sí que engordan. Cuando pensamos en la dieta mediterránea, no hablamos simplemente de que incluye aceite, sino de uno muy concreto: de oliva virgen extra”, apunta. De la misma manera, cuando hablamos de pan de calidad, nos referimos al que emplea los granos de cereal enteros, sin más añadidos que la levadura o la masa madre.

Aunque hay que tener ojo para que no te den gato por liebre con el falso pan integral. Hasta hace poco, en España se permitía etiquetar como integrales panes que ni siquiera llegaban al 50 % de harinas no refinadas. A veces, incluso se elaboraban con un cien por cien de harinas refinadas a las que se añadía un poco de salvado para aumentar la fibra y oscurecerlos. Una auténtica estafa que no tiene cabida desde el 1 de julio de este año, fecha de entrada en vigor de una nueva regulación que solo permite etiquetar bajo la denominación de pan integral los elaborados completamente con harina de grano entero.

Pero, etiquetados aparte, ¿cómo reconoce cualquier ciudadano de a pie cuándo es de fiar una hogaza? “Aunque parezca una perogrullada, tiene que oler y saber a pan”, nos responde Yarza. Si tiene un sabor agradable y profundo que permanece medio minuto después de haberlo masticado y tragado, entonces es bueno. Dice también Yarza que, en general, un mal pan se reconoce por estar hinchado de forma engañosa mediante aditivos, ya que es muy habitual añadirle vitamina C –ácido ascórbico–. “Un buen pan nunca será tan ligero como el porexpán –ese material artificial parecido al corcho–, sino que tendrá más entidad —nos aclara—. No estoy diciendo que sea necesariamente pesado, pero una buena baguette no es ligera como un brioche, sino que tiene cuerpo; y el pan candeal o pan sobao es de miga blanca y algodonosa, pero nunca tan ligero como el aire, ni se queda duro al cabo de pocas horas”, matiza.

Según Yarza, la prueba del algodón para saber si un pan tiene calidad es su conservación: si es bueno, debes podértelo comer sin problemas al día siguiente. “Ya te pueden decir que es maravilloso y fantástico, pero si un día después –o esa misma noche– está duro, es que han utilizado demasiada levadura y el proceso ha sido mediocre, igual que el resultado”, nos advierte. De ese mal pan es del que hay que huir como de la peste. Del saludable, del de toda la vida, hay que hacerse amigos íntimos. Ya sea hecho en el obrador o, como pasa hoy más a menudo, en casa. “El sábado hice un pan con mi hija, con masa madre de centeno y harinas de trigo y centeno, y esta mañana, cuatro días después, lo hemos desayunado y estaba delicioso”, nos asegura Serra.

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