Cartografía de la soledad: crónica del Desierto de Atacama
June 13, 2018 El Mundo , NoticiasViajar es despedazarse en el camino, salir de sí, volver a buscarse.
Me fui para Atacama buscando atravesar la tenebra, caminar lentamente al encuentro de mí mismo, escribir en el desierto y asesinarme en las palabras de Raúl Zurita. Desde que salí de México me acompañan la memoria los desiertos de Sonora y Chihuahua, inmensas dunas rodeadas de cactus y cardones disfrazados de federales. El norte de aquella patria ha sido la orilla de un mar sangriento, el límite de la esperanza y el centro de mi corazón.
Nacido regiomontano, mi peregrinación es fruto de un cúmulo de circunstancias que giran en torno a una confesión. Desde que estas palabras abandonaron a mi abuela, rondan a mi espíritu como los astros rodean al Sol. «Intenta salir de ti con serenidad, paciencia y movimiento», me dijo un día. Sin tener conciencia de mí búsqueda, los últimos 10 años han sido un ir y venir sobre la tierra. He tenido la fortuna de viajar al mal llamado fin del mundo, elevarme entre volcanes, bosques o palmeras y habitar un breve instante el lugar más árido del planeta.
Caminar la tierra es mirar tu cuerpo en la guillotina de los pensamientos. Un pie detrás del otro te sumerges en ti mismo sin esperanzas del futuro. Avanzas al costado de un hilo de agua sin una sombra posible. La piel se cuartea como la tierra bajo tu planta. Los arbustos en su quietud te hacen recordar el dolor de tus piernas.
Acorralado por el pacífico, el desierto del norte chileno se encarama en la cordillera de los Andes, como si buscara las nubes lluviosas que le escapan y de veras gustara del mar en la distancia. Este pedazo de tierra que supo ser un lecho marino, se transformó en otro planeta con tal armonía que revuelca toda imagen existente y te devora el corazón a dentelladas.
Su aridez es producida desde el este por el efecto Föhn, que hace a las nubes descargar sus aguas al elevarse en las montañas, como si el cansancio de subirlas agotara e impidiera su lluvia del otro lado. Desde el oeste, los anticiclones del pacífico –nombre de vanguardia cultural xalapeña– y la corriente de Humboldt –el naturalista que inspirara la tropicalización del cosmos– mantienen a raya las aguas del mar. Al norte, el altiplano y su cadena volcánica detienen las tormentas amazónicas.
Es en las alturas del altiplano donde puedes sentir el interior de tus pulmones, lo grandes que pueden ser los ojos y la lengua del desierto en tus labios. El Sol te parte el cuerpo desde adentro y sólo escuchas tu propia voz a los gritos pidiendo oxígeno. Del otro lado de la córnea exacerbada, habitan los paisajes alucinógenos que alguna vez fueron estrella de cine y otras un silencio que no calla.
Un árbol abriga en su sombra la vida y un par de esperanzas. Detenerte es postergar lo inevitable. Recuerdas tu soledad y el motor de tus pies cansados. Parar ahí, bajo la figura imaginaria de un árbol es entregarte a la muerte. Debes seguir, no hay remedio. Es la vida esa búsqueda, la entrega a lo desconocido como disfraz de la muerte.
Las excursiones al desierto pueden hacerse desde San Pedro de Atacama, un pueblito que ha crecido indiscriminadamente por el turismo –pareciera hoy su única fuente de ingreso– y que amenaza comerse a las localidades cercanas. Además de agencias de tours, hostales y restaurantes, lo que más hay son perros. Más de un cartel en la carretera te da la bienvenida a San Perro de Atacama y hay un par de propuestas para oficializar el renombre. Quizás en un futuro cercano exista un altar con banderitas, velas y plegarias. Por aquello de las probabilidades, dejé la foto de Pánfilo entre las piedras, justo en el cruce del trópico de Capricornio, una propuesta anónima de santificación canina.
Desde el pueblo, saliendo a la ruta o en la profundidad de tus sueños, puedes ver un cono casi perfecto de 5,920m de altura. De belleza indómita, el volcán Licancabur domina el horizonte y cobija en su cima uno de los cinco lagos más altos del mundo. Su inevitable presencia ha encarnado un sinfín de leyendas que le dan el lugar de amante, protector y feroz asesino. Sin importar el carácter que elijas, vayas donde vayas Licancabur irá contigo, propagando en tu ser la espiritualidad de los volcanes como en otro tiempo supo hacer Krakatoa, cuyas esquirlas hoy han devenido movimiento tropical.
Al sur de San Pedro, en el corazón del salar de Atacama, hay un oasis de aguas cristalinas cuya salinidad impide el hundimiento de los cuerpos. Flotar sin esfuerzo en la laguna Cejar es una sensación pocas veces experimentada. Quizás un recuerdo de infancia sobre los brazos de tus padres hasta que aprendiste a nadar, pero en este paisaje de fríos tonos, son las aguas color cian los brazos que te mantienen a flote.
Las rutas del desierto, entre lagunas o volcanes, son un páramo de tierra seca, una polvareda que te nubla el pensamiento y si te dejas llevar, una recta sin retorno hacia el delirio. Las rocas inmensas o montañas en el horizonte, se acercan a gran velocidad. En el arenal infinito, es tu movimiento el impulso de las cosas hacia ti.
Detrás del polvo en la distancia alguien se acerca. Preparas tus palabras en todas las lenguas. Imaginas el encuentro, le das forma, esperas. La nube se desvanece, eres tú quien se acerca. Sientes hambre, sed y sueño. Tienes la certeza de que nadie vendrá a salvarte. Eres todo lo que tienes. Eres ese dolor eres el cansancio, todos tus fantasmas y la sombra de la muerte. Eres todas las personas que habitaste con palabras, un amasijo de miradas, cada segundo del tiempo. Llegas hasta ti, retomas el camino sin pena ni miedo.
En el salar de Atacama –tercero más grande del mundo después de Uyuni y Salinas Grandes– se produce el 25% de litio del mundo. La laguna Chaxa, dentro de la Reserva Nacional Los Flamencos, es uno de los sitios preferidos para la explotación de este mineral. La extracción y el turismo son los grandes predadores de esta laguna altiplánica que guarda más vida de la que puedes observar. Microorganismos invertebrados en lo fangoso de la laguna alimentan a los flamencos y otras aves locales. La superficie son pequeñas montañas minerales, mundos microscópicos creados por la lenta evaporación del agua durante miles de años –evaporitas– que hacen un festival de color entre las bacterias y el Sol al atardecer.
Siguiendo la ruta hacia las montañas, por arriba de los 4 mil metros sobre el nivel del mar, están las lagunas Miñique y Miscanti, dos bellezas descomunales de colores esmeralda, cobalto y cian, cobijadas por cerros y volcanes. Entre ellas, el Acamarachi es de los más hermosos de la zona, con su corona nevada y su imponente quietud hace recordar la fragilidad humana manteniendo una nube como fumarola. Frente a estos paisajes uno comprende la noción imaginaria de oasis para olvidarla después en el infierno del Tatio.
También conocido como El abuelo que llora, la zona del Tatio es un campo de géiseres en actividad constante. Al norte de Chile y sobre la frontera montañosa con Bolivia y Argentina, este pedazo de infierno contiene alrededor de 80 cráteres de tamaños e intensidades diversas, depósitos de agua dentro de las rocas volcánicas que se conducen por las fallas hasta la superficie. Ver explotar el agua hirviendo es adelantarse al purgatorio. El cambio en las temperaturas de la tierra, dentro y fuera, produce fumarolas de vapor que ensombrecen el horizonte, poniendo en peligro tu vida y tu cordura.
Respiras hondo, eres el aire fresco que inunda tu cuerpo. Subes la montaña en la que otros como tú han habitado miles de años atrás. Miras en derredor. Junto al volcán, vida de la vida, asoma la luna en horizonte. Encuentras la belleza de existir atravesando. Lloras sin consuelo. Otra vez absolutamente solo lloras como cuando rozaste la muerte en un abrazo del delirio, del que fuiste rescatado por tu entraña en repetido vómito.
Regresar por la misma ruta, bajar al ritmo del Sol en el ocaso, es un regalo cromático. Los atardeceres más límpidos que he podido ver suceden aquí. A los colores del cielo, si tienes la fortuna de alguna nube perdida, los acompañan los tonos de las plantas que verdean al descenso. Como bien lo ilustró Humboldt en 1807, la vegetación depende de las alturas y los climas que acompañan, sin importar el punto del planeta Tierra en que te encuentres.
No sucede lo mismo con la luna, esa piedra brillante a la que cantan poetas y Secretarías de Turismo. Como si pedazos de ella habitaran esta tierra, existen Valles de la Luna por doquier. Algunos ejemplos están en La Paz (Bolivia), Santiago del Estero, Mendoza, San Juan (Argentina) y Atacama (Chile). Aquí, en la aridez de este desierto, las formaciones de roca y un paisaje desolador a gran distancia, te comprometen el entendimiento.
Acompañando la cordillera de la sal, una cadena montañosa que supo ser un antiguo lago que se elevó hace millones de años, dibujada por el Sol, la escasa lluvia y el viento, el Valle de la Luna es un espectáculo geológico. Más allá de las extrañas formas de tonos rojizos con alto contenido de sulfato de calcio –que le da a las esculturas de piedra la apariencia de estar salpicadas de sal y fundamenta su nombre–, este Valle de la Luna es el escenario de un atardecer excéntrico y perturbador. Grandes balcones con vista a un precipicio rugoso que promete la suavidad que no tiene invitándote a tirarte, abandonar todo lo que has sido y dejarte caer.
Estás aquí, todavía estás aquí. Una arcada tras otra te devuelven del abismo en que te habías sumergido. Escupes, resoplas, miras tus vísceras sobre las piedras en lo alto de la tierra. Estás en este cuerpo cubierto de una piel erizada. Sientes asco, rencor y remordimiento. Pides perdón, levantas la mirada, sólo encuentras beatitud.
Ningún paisaje, sabor o textura ha significado esa búsqueda que me llevó de San Salvador de Jujuy hasta San Pedro de Atacama, 8 horas en colectivo por el Paso de Jama a través de la cordillera de los Andes. Todo el sentido de la palabra desierto se desvanece al galope de la turistización contemporánea, esa especie de plaga que se expande por el mundo y atenta contra la propuesta de una experiencia personal. Salir de los circuitos, hacerte el explorador o acompañar los selfitours al compás de tu jubilación prematura, guardan el mismo engaño.
Si bien es cierto que algunas condiciones del contexto facilitan o dificultan la conexión con el instante que pasa, con el color de ese sol a través de la bruma o el olor de la tierra seca, nada impide a fin de cuentas mirar a través de los propios ojos, recolectar viejas experiencias o transmutar tu vivir. En su viaje a la vera del Danubio, Claudio Magris apuntó que “en el mundo administrado y organizado a escala planetaria, la aventura y el misterio del viaje parecen acabados; los viajeros de Baudelaire, que partían a la búsqueda de lo inaudito y estaban dispuestos a naufragar durante el viaje, encuentran en lo ignoto, pese a cualquier desastre imprevisto, el mismo tedio que han dejado en casa”.
Sin embargo, moverse es mejor que nada. Mover tu campo visual, recuperar el horizonte. Ir a la cima de la montaña, de la cascada y escucharte decir: puedo morir, puedo caer. Volver a mirar la naturaleza y encontrarte.
Un sorbo de agua te ilumina. Eres gratitud en llanto, la certeza infinita de las pequeñas cosas; eres una circunstancia del tiempo, una ínfima partícula del movimiento eterno. Asciende la luna con la oscuridad de la noche, vuelves al camino. Los pies te guían apenas empujados por el viento. Estas solo, eres el universo infinito, la vastedad del cosmos en todas las cosas.
Porque viajar es despedazarse en el camino, salir de sí, volver a buscarse. Es encontrar la fascinación por el pequeño arte de la fuga: construir la experiencia, mirar el fondo del pozo, dibujar un reflejo en sus aguas y beberlas con fruición.