La seguridad también fue un tema recurrente. Janet escribió: “Tener un teléfono móvil me hace sentirme segura de alguna manera. Así que, al no tenerlo la vida me cambió un poco. Tenía miedo de que algo grave pudiera pasar durante la semana en la que no tenía el móvil”. Y se preguntó qué hubiera pasado si alguien la “hubiera atacado o secuestrado o algo parecido o tal vez incluso si hubiera sido testigo de un crimen, o hubiera necesitado llamar a una ambulancia”.
Lo que resulta revelador es que estos estudiantes percibieron que el mundo era un lugar muy peligroso. Los teléfonos móviles les parecían necesarios para combatir ese peligro. La ciudad en la que vivían tenía una de las tasas de criminalidad más bajas del mundo y casi ningún delito violento de ningún tipo, pero, ellos sintieron un miedo generalizado e indefinido.
Vivir a trozos
La experiencia de mis alumnos con los teléfonos móviles y con las plataformas de redes sociales puede no ser exhaustiva ni estadísticamente representativa. Pero está claro que estos dispositivos los hacían sentirse menos vivos, menos conectados con otras personas y con el mundo, y menos productivos. También provocaban que muchas tareas fueran más difíciles y alentaban a los estudiantes a actuar de formas que consideraban poco dignas. En otras palabras, los teléfonos no les ayudaban. Les perjudicaban.
Realicé este ejercicio por primera vez en 2014. Lo repetí el año pasado en la institución más grande y más urbana donde enseño ahora. Esta vez la ocasión no fue por un examen suspenso; sino por mi desesperación por todos los alumnos. Quiero ser claro, no es nada personal. Siento un gran cariño por mis alumnos como personas. Pero son pésimos estudiantes; o más bien, en realidad no son estudiantes, al menos no en mis clases. En un día cualquiera, el 70 % de ellos están sentados delante de mí comprando, enviando mensajes de texto, terminando sus tareas, viendo vídeos o haciendo otras cosas. Incluso los “buenos” estudiantes lo hacen. Nadie intenta ocultarlo como antes. Es lo que hacen.
En su mundo yo soy la distracción, no sus teléfonos o sus perfiles de redes sociales o sus redes. Sin embargo, para lo que se supone que debo hacer: educar y fomentar sus mentes jóvenes, las consecuencias son bastante malas.
¿Ha cambiado algo entre el primer experimento y el segundo? La mayor parte de lo que escribieron en sus trabajos se parecía a lo que recibí en 2014. Los teléfonos afectaban sus relaciones, no les permitían una vida real porque les distraían de los asuntos más importantes. Pero hay dos diferencias notables. Primero, para estos estudiantes, incluso las actividades más simples: coger el autobús o el tren, pedir la cena, levantarse por la mañana, incluso saber dónde estaban, requerían sus teléfonos móviles. A medida que el teléfono se hizo más omnipresente en sus vidas, su miedo a quedarse sin él parecía crecer rápidamente. Estaban nerviosos y perdidos sin ellos.
Esto puede ayudar a explicar la segunda diferencia: en comparación con el primer experimento, el segundo grupo mostró un fatalismo con los teléfonos. Las observaciones de Tina lo describen bien: “Sin teléfonos móviles, la vida sería simple y real, pero no podríamos hacer frente al mundo y a nuestra sociedad. Después de unos días sin el teléfono me sentí bien cuando me acostumbré. Pero supongo que solo me parecería bien por un corto período de tiempo. Uno no puede esperar competir eficazmente en la vida sin una fuente tan conveniente de comunicación como son nuestros teléfonos”. Esta conclusión no tiene nada que ver con la reacción de Peter, quien unos meses después de terminar el curso de 2014 lanzó su móvil al río.
Creo que mis alumnos están siendo completamente racionales cuando se “distraen” con sus teléfonos en mi clase. Entienden el mundo para el que se están preparando mucho mejor que yo. En ese mundo, la distracción yo soy, no sus teléfonos o sus perfiles de redes sociales o sus redes. Sin embargo, para lo que se supone que debo hacer yo: educar y fomentar sus mentes jóvenes, las consecuencias son bastante malas.
Paula tenía 28 años, un poco más que la mayoría de los estudiantes de la clase. Había vuelto a la universidad con un deseo real de estudiar después de trabajar durante casi una década al terminar la secundaria. Nunca olvidaré la mañana en la que ella hizo una presentación en una clase aún más ensimismada de lo habitual. Después de acabar, me miró desesperada y me simplemente dijo: “¿Cómo demonios lo haces?”