El sueño de Descartes (o cómo la ciencia moderna fue fundada por un ángel)

En 1619, René Descartes fue visitado en sueños por lo que llamaría “el espíritu de la verdad”, un espíritu o genio que sería la inspiración para desarrollar su famoso “método”.

Una noche de noviembre de 1619 ocurrió uno de los episodios decisivos en la historia de la ciencia moderna, no pocos lo han descrito como su episodio fundacional. Algo así como el famoso momento fundacional del Renacimiento cuando Petrarca escaló el Monte Ventoso, movido por la admiración de la naturaleza, y en la cima abrió las Confesiones de San Agustín, sólo para encontrar su estado interno de asombro reflejado en el espejo del texto. Esta vez ocurriría en un sueño (o en tres sueños), y habría también un texto.

En 1619, René Descartes tenía 23 años y, por lo que sabemos de sus cartas a Beeckman y de su biógrafo Balliet (Vie de Mr. Descartes,1691), se encontraba desilusionado por una educación solamente libresca y decidió viajar por Europa para conocer el mundo. En esos momentos ya le había nacido el deseo, no poco grandioso, de crear “una nueva ciencia, a través de la cual todos los problemas que puedan ser postulados, en lo relativo a cualquier cantidad, continua o discreta, puedan ser resueltos”. El filósofo se encontraba estacionado en Ulm, curiosamente la ciudad donde nacería 250 años después Albert Einstein. En los días anteriores su mente había sufrido un cierta agitación e incluso un “entusiasmo” (palabra que significa llevar a dios a dentro, una manía divina). Antes de dormirse, la noche del 10 de noviembre, según Balliet, “el genio que lo estaba excitando” le había “predicho los sueños antes de que se fuera a dormir”.  Este genio que Descartes llamara el “espíritu de la verdad” y que algunos luego llamarían el “ángel de la verdad”, merece recalcarlo, le había advertido que sus sueños habrían de ser reveladores.

En el primer sueño de una noche tan memorable como agitada, su “imaginación se vio perturbada por la representación de unos fantasmas” que lo asustaron tanto que le hicieron, en la lógica del sueño, salir a la calle, orillándolo a caminar hacia el lado izquierdo, porque sentía una gran debilidad en su lado derecho (detalles que luego serían extensamente escudriñados por psicoanalistas). Cuando intentaba rectificar su penoso paso, fue sacudido por un torbellino que lo hizo girar, como un huracán, varias veces sobre su pie izquierdo. Sacudido, avistó una iglesia y fue hacia ella, con la idea de ir a rezar. Entonces un hombre se acercó a él y lo interpeló de manera formal, diciéndole que Monsieur N tenía algo que darle. Era un melón de un país extranjero (otro enigmático detalle, alimento mental para psicólogos). La intensidad del viento disminuyó y se despertó pensando que tal vez un genio maligno lo quería seducir.

En el interín, Descartes rezó y le pidió a Dios que lo absolviera. Luego, según cuenta Balliet, volvió a dormirse. El segundo sueño es bastante extraño y puede que ni siquiera sea un sueño, sino tal vez un fenómeno hipnagógico o un estado liminal de sueños dentro de sueños.  En su sueño un sonido explosivo, como un relámpago, lo estremeció. Esto hizo que se “despertara”. Abrió los ojos y notó numerosas centellas de fuego dispersas por toda su habitación. Balliet dice “esto le había pasado en otras ocasiones”, pero esta ocasión tuvo la presencia de observar con detenimiento este fenómeno y observarlo a la luz de su “razonamiento extraído de la Filosofía”. No sabemos bien que quiere decir esto, pero sugiere una cierta cualidad contemplativa y hasta “psiconáutica”, un tanto inesperada en quien sería el padre del racionalismo. El terror se disipó y volvió a dormir.

El tercer sueño no fue una pesadilla. En él, Descartes encontró un libro en su mesa y lo abrió, notando que era un diccionario. Al mismo tiempo observó un segundo libro, una antología de poesía latina Corpus Poetarum. Lo abrió en un verso que decía Quod vitae sectabor iter? (¿Qué camino de vida debo seguir?). En ese instante apareció un hombre desconocido que le mostró un verso que empezaba Est & Non (Sí o No). Era una poema de Idylls de Ausonius. Se lo intentó enseñar al hombre pero no lo encontró en el libro, para su vergüenza. Le dijo al hombre que conocía otro poema del mismo poeta que empezaba Quod vitae sectabor iter?  Sin lograrlo, finalmente el libro y el hombre desaparecieron. Sin embargo, Descartes no despertó sino que se dispuso a interpretar su sueño mientras soñaba, algo que Balliet califica como una cosa extraña (pues ciertamente no conocía “los sueños lúcidos”). Descartes consideró que “el Diccionario significaba nada menos que todas las ciencias juntas” y que los poemas indicaban “la Filosofía y la Sabiduría unidas” y por último que la frase Quod vitae sectabor iter “era un buen consejo de una persona sabia, o incluso Teología Moral”.

Al despertar nuestro incansable filósofo siguió interpretando el sueño y notó que el Sí y el No, “que era el sí y el no de Pitágoras, debía de entenderse como la verdad y la falsedad en el conocimiento humano y en las ciencias seculares”. ¿Un esbozo de su método?  Descartes se convenció a sí mismo, según Balliet de que “era el Espíritu de la Verdad el que había querido abrirle los tesoros en su sueño”. Durante el sueño había visto unos retratos en unas placas de cobre que permanecieron sin resolución, pero sólo hasta el día siguiente cuando un pintor italiano lo visito, lo cual Descartes conectó de alguna manera con su sueño. El melón lo interpretó como “los encantos de la soledad, peo presentados por las puras solicitudes humanas”. El viento como un genio maligno, “que lo quería llevar forzosamente hacia un lugar (a la Iglesia) donde planeaba ir voluntariamente”. El relámpago como una “señal del Espíritu de la Verdad que descendía en él para poseerlo”. El padre de la duda metódica no dudaría del origen divino del sueño y de su categórica revelación.

En su interpretación del tercer sueño diría que “los poetas han escrito por entusiasmo y por el poder de la imaginación” y obtenido las “semillas del conocimiento, como en una centella”, algo que los filósofos extraen “a través de la razón”, pero el conocimiento de los poetas “brilla más”. Quizá una referencia a las centellas del Espíritu que se esparcieron en su habitación, una forma de inspiración. Llama la atención, sin embargo, que Descartes considerara en cierta forma superior a la poesía -con sus aspectos irracionales- a la filosofía (y con filosofía a la ciencia, pues en ese entonces la ciencia no era más que la filosofía natural).

Al día siguiente Descartes le rezó a la virgen y le prometió hacer una peregrinación a Loreto, la cual cumplió cinco años después, lo cual sugiere que la impresión del evento onírico profético fue duradera, como señala Jacques Maritain.

Leibniz escribiría sobre esto “Descartes dedicó sus energías al estudio por largo tiempo en la escuela jesuita de La Flèche, y siendo un hombre joven decidió reformar la Filosofía después de unos sueños y mucho cavilar sobre el quod vitae sectabor iter de Ausonius. Comte consideró que era un tanto perturbador encontrar el origen de la filosofía moderna en “un episodio cerebral” (la filosofía que sería la ciencia). Hugyens y otros hombres de la ciencia incluso se avergonzarían de tal origen místico para su disciplina.

Gregor Sebba en su ensayo The Dream of Descartes considera que se pueden leer en el sueño algunos indicios de lo que sería el método de Descartes, “surgió el reconocimiento de que el progreso científico no podía ir de manera aleatoria y sin un sistema -debía de haber un método a través del cual todas las cuestiones que podían responderse fueran respondidas con certeza. Pero un método -en griego methodos– es un camino que uno toma.” Sebba lee como el macrotema del sueño justamente la vocación de Descartes y el sendero, tanto el sendero que él debía llevar en la vida personal como en su obra, su método. Y el segundo sueño, la visión de las centellas, según Sebba, es una iluminación, en el sentido de la “Ilustración”, el “Siglo de las Luces”, las luces “que se convirtieron en las posturas y experiencias dee los filósofos del siglo” 18. Paradójicamente esas “luces” tenían una fuente divina meta-racional, aunque acabaron convirtiéndose en la entronización de la Razón, como la divinidad que acabaría con lo divino. El Logos que negaba su origen celeste.

Theodor Roszak en el capítulo que le dedica al “Ángel de Descartes”, en The Cult of Information, reflexiona sobre el curioso destino de la ciencia y el pensamiento moderno, puesto que fue fundada por un salto de la razón, por un momento de entusiasmo angelical o, por lo menos, por un modo de pensamiento altamente imaginativo, pero que en su método ha abolido y desconocido tal posibilidad. La filosofía (y en este caso estamos hablando también siempre de la ciencia), con su obsesión a los procedimientos lógicos, ha dejado de lado “ese aspecto del pensamiento que la hace un arte más que una ciencia, o una tecnología: el momento de inspiración, el misterioso origen de las ideas. No hay duda de que el mismo Descartes tendría dificultades en decirnos por qué puerta de la mente había entrado el ángel a su pensamiento. ¿Puede alguno de nosotros decir de dónde vienen esos destellos intuitivos?” ¿Acaso de la glándula pineal, esa glándula que, según el mismo Descartes, secreta espíritus? Fuera de broma, esto es algo que merece considerarse seriamente, que “el ángel que ha iluminado la mente de grandes científicos con una visión de la verdad tan atrevida como la de Descartes rara vez ha recibido crédito.” Y es que pocos científicos se atreverían a decir que muchas de las grandes ideas no parecen venir de su sobrio “método”, sino de sueños, fantasías, momentos de inspiración, entusiasmo, experimentación con sustancias psicodélicas y demás. Y es que tales estados subjetivos, aunque no necesariamente supernaturales, sí son por lo menos misteriosos para una ciencia que, por no poder incrustar en su método todo aquello que no puede ver y medir -incluyendo la conciencia-, prefiere hacer como si no existieran o fueran un molestia propia de la existencia humana que eventualmente debería ser eliminada. Como diría Richard Feynman “Shut up, and calculate!”

Esto, por supuesto, no significa que Descartes realmente haya sido visitado por el ángel de la verdad. Eso es algo que nos es prácticamente imposible afirmar o refutar. Lo que es interesante es que él mismo, el gran filósofo, que es considerado junto con Francis Bacon, el gran padre de la ciencia moderna, del método científico y de la modernidad racionalista, pensara que había sido visitado por el espíritu de la verdad, por una inteligencia, supernatural, divina, que le aclaró su sendero en la vida y que le dio las bases, si bien de manera enigmática, para crear su  “nueva ciencia, a través de la cual todos los problemas que puedan ser postulados, en lo relativo a cualquier cantidad, continua o discreta, puedan ser resueltos”. Existe, como notó también Terence Mckenna,una profunda antinomía en las raíces de la ciencia, que se considera a sí misma una “metateoría, capaz de juzgar a todas las otras teorías”, las cuales deben someterse “a la ciencia para que ésta les diga si son reales”. Como nota Mckenna, la ciencia no es distinta en esto a la religión. Toda su fundación y evolución se ha dado como parte de un pensamiento religioso que se dirige a la naturaleza, y no sólo por el sueño de Descartes, sino por numerosos otros grandes científicos que creyeron encontrar reflejadas en las leyes de la ciencia la voluntad y la inteligencia de Dios. Como dice Mckenna, llama la atención que las cosas que “reclaman tener sus raíces en la más pura racionalidad, suelen tener raíces totalmente irracionales”, respondiendo frecuentemente a voces invisibles, como el mismo Sócrates, ese otro padre de la filosofía que se guiaba por la voz de un daemon, un genio que le dictaba que era lo correcto, y que no vacilaba en dejarse poseer por ninfas y otras divinidades. “No nos importa que los artistas hablen con los ángeles”, dice McKenna, “pero que una empresa como la ciencia moderna tenga que rastrearse a las mismas raíces extáticas nos debe de decir que el mundo es más extraño de lo que suponemos y que debemos de abrirnos”.

El científico materialista moderno dirá que la ciencia ha avanzado mucho, incluso se ha “superado” mucho desde el tiempo de Descartes. Pero pese a todos sus avances no ha logrado explicar aquello que es más significativo para el ser humano y de hecho nunca lo podrá hacer, por qué no es su campo, o al menos no es el campo del método científico objetivo (queda para otra ocasión discutir la posibilidad de la ciencia subjetiva, como William James intentó hacer). La conciencia permanece un misterio y con ella la vida después de la muerte, el origen del ser, el destino o la finalidad del hombre y del cosmos, etc. El problema no estriba en que la ciencia no pueda responder a estas preguntas, sino en que, en el delirio megalomaníaco de su método, pretenda proyectar su visión materialista -que es una metafísica de buró- sobre toda la realidad e invalidar y escarnecer toda exploración de lo supernatural, de lo invisible, de lo espiritual. Descartes, pese a haber sido ayudado por su ángel de la verdad, en su Discurso del Método cerraría la puerta al conocimiento de lo divino, argumentando que “las verdades reveladas que llevan al cielo están más allá de nuestra comprensión”. El hombre habría de dedicarse a lo que puede medirse y alcanzar con la razón. Con esto dejaba fuera todo el misterio de la existencia y aquello que más profundamente mueve al ser humano. Y quizás traicionaba al ángel de la verdad, que ahora se revelaba como un genio engañoso y egoísta, pues lo único importante era aquello que estaba en nuestro poder. Toda la naturaleza -pura res extensa– se disponía ante nosotros como un cuerpo inerte en un laboratorio, listo para ser analizado y fragmentado en mil pedazos. Chesteron escribió en Orthodoxy, “El hombre demente no es aquel que ha perdido su razón. El hombre demente es aquel que ha perdido todo menos su razón”. Me pregunto si, ¿acaso no es ésta la condición del hombre moderno que profesa el materialismo científico?

Citas y referencias adicionales: The Dream of Descartes, de Jacques Maritain y Descartes’ Dream, de Alice Browne.

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