‘Crónicas marcianas’, de Ray Bradbury: cómo evitar la destrucción de la humanidad

“¡No me dejen en este mundo horrible! ¡Tengo que escaparme! ¡Va a haber una guerra atómica! ¡No me dejen en la Tierra!”, grita desesperado el protagonista de la crónica “Marzo de 2031. El contribuyente”. En realidad Pritchard es la única persona que dice la verdad, el loco al que “los hombres de uniforme” se llevarán a rastras a comisaría al considerarle una grave amenaza por haberse atrevido a predecir la catástrofe nuclear que acabará con la Tierra.

En Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, nos encontramos ante una serie de relatos cortos que tejen y componen un todo, un compendio de historias con vocación de novela que el autor articula como una magistral tela de araña argumental. Esto es clave para vertebrar las ideas que estructuran la filosofía del libro, diluida entre las fronteras de la fantasía y la ciencia ficción. El narrador omnisciente cuenta, a lo largo de veintisiete crónicas, un hipotético futuro que sucede entre enero de 2030 y octubre de 2057.

En las primeras veinte historias, Bradbury va preparando al lector para que sea testigo de cómo la vida en la Tierra va haciéndose insostenible desde el punto de vista geopolítico y ecológico. La primera crónica, “Enero de 2030. El verano del cohete”, advierte ya de las desastrosas consecuencias de un inminente cambio climático. Los últimos siete relatos tienen la guerra nuclear como telón de fondo argumental.

El sueño americano… en Marte

Crónicas marcianas fue publicada en 1950, tras la Segunda Guerra Mundial, en plena Guerra Fría y bajo la amenaza de un conflicto nuclear entre la Unión Soviética y los Estados Unidos. Dentro de ese contexto histórico, Bradbury proyecta la idea del sueño americano mediante una nueva frontera. Esta vez son los colonos de las estrellas quienes incurren en los mismos pecados del pasado: la imposición de la civilización a costa de la destrucción del nativo y del entorno.

Todos estos nuevos emigrantes espaciales son americanos que ocupan Marte y acaban infestándolo de gérmenes terrícolas como el de la varicela, que virtualmente aniquila hasta el último de los marcianos.

Con el paso del tiempo, en una entrevista del año 1990 a Rob Couteau, Bradbury recordaba:

“La Segunda Guerra Mundial fue una época muy negativa, con la bomba atómica (…). Fue a mediados del 46 o del 47 cuando iban a hacer explotar una cabeza nuclear en unas islas. Los científicos no tenían claro si la Tierra estallaría. ¿Podría la Tierra echar a arder y explotar por completo? (…) Gracias a Dios no sucedió. Escribí historias basadas en ese asunto, que incluí en Crónicas marcianas”.

En este artículo nos centraremos en dos crónicas que cierran el libro, aquellas en las que Bradbury supura sus mayores miedos. En “Agosto de 2057. Vendrán lluvias suaves”, las guerras atómicas en la Tierra han acabado con todo vestigio de vida, salvo con nuestros avances tecnológicos, que serán los legítimos herederos de una Tierra baldía. En “Octubre de 2057. El pícnic de un millón de años”, los humanos nos convertimos en obligados “refugiados” en un nuevo planeta, Marte, tras haber destruido el nuestro.

Aceptación/negación

Con un marcado tinte existencialista cargado de humor negro, en la escena final de “Agosto de 2057. Vendrán lluvias suaves”, una casa-robot, a punto de derrumbarse, se resiste a su trágica e inexorable desaparición: “Hoy es 5 de agosto de 2057, hoy es 5 de agosto de 2057, hoy es…”.

El protagonista de esta crónica no es un ser humano, sino una casa en extremo mecanizada. Tras la muerte de sus anteriores propietarios y moradores, provocada por una bomba atómica, esta casa-robot sigue “viva”, realizando puntualmente todas sus funciones para facilitar la vida de unos moradores ya fallecidos. Cuando al final de la crónica, el inmueble comienza a arder debido a un accidente fortuito, insiste en aferrarse a la vida recurriendo a todos los dispositivos tecnológicos disponibles.

Rock Hudson y Bernie Casey en la adaptación televisiva de Crónicas marcianas de (1980). IMDB

La crónica plantea la dicotomía entre la aceptación de la muerte, como un proceso natural por parte del ser humano, y la negación de la muerte, como parte del circuito artificial del robot.

Entrevistado en 1985 por Sam Weller, uno de los mayores especialistas en su vida y obra, Bradbury revelará la fuente de inspiración de dicha crónica, volviendo a confesar sus más profundos temores ante una hipotética guerra nuclear:

“Compré el periódico tras el bombardeo de Hiroshima, y traía la fotografía de una casa con las sombras de sus moradores quemados por la deflagración de la bomba. Los japoneses murieron, pero quedaron sus sombras. Me afectó tanto que escribí la historia”.

Bradbury nos advierte en esta crónica –que en la obra traslada a la ciudad de Allendale, en California– de que nuestros avances científicos y tecnológicos parecen perpetuar el mundo que nosotros somos incapaces de preservar y salvar. Pese a su sofisticación y eficiencia, estos avances acabarán siendo el último vestigio de nuestra ingenuidad, condenados también a arder como el resto de nuestra civilización si no hacemos nada por evitarlo. La crónica no solo critica la utilización del armamento nuclear, sino, sobre todo, el hecho de haber confiado nuestras vidas únicamente a los robots, a la tecnología.

Última traducción al español de la obra, actualizada con la nueva cronología de las crónicas. Cátedra

Reflexionar sobre el pasado para gestionar el futuro

La gran duda y pregunta que Bradbury plantea es si el ser humano será capaz de tomar nota y atender a la advertencia que arroja el protagonista del último relato. Dirigiéndose a su esposa y tres hijos, en un Marte urgido a convertirse en una nueva Tierra prometida tras la destrucción del planeta Tierra por las bombas atómicas, este les confiesa: “La Tierra ya no existe; no volverá́ a haber viajes interplanetarios durante muchos siglos, tal vez nunca” (“Octubre de 2057. El pícnic de un millón de años”).

El camino que nos encontramos hoy día para intentar sortear estos males, en especial el de la bomba atómica, con el telón de fondo del armamento nuclear en el seno de Europa y una guerra provocada por la invasión de Ucrania por parte de Rusia, es largo y escabroso. La realidad nos sitúa ante el abismo de un escenario distópico, pues hemos entrado de lleno en una nueva Guerra Fría.

Si queremos descifrar las advertencias humanistas de todos estos relatos, estaremos a tiempo de prevenir la destrucción de nuestro mundo y civilización. Pero nosotros tenemos otro problema añadido: sabemos que Marte no es el paraíso que creían y querían habitar los personajes de estas crónicas. No hay escapatoria, estamos condenados a escribir un mundo mejor y más justo aquí mismo, en la Tierra.

En estas crónicas advertimos que nuestra sociedad necesita a Bradbury más que nunca. El progreso humanista solo se produce cuando el ser humano está por encima de la influencia de los lobbies y de la propaganda política, de los avances científicos y tecnológicos, y no al revés.

Crónicas marcianas da una lección magistral sobre humanismo y educación, los antídotos que pueden paliar y prevenir estas enfermedades de nuestro mundo. En una entrevista en 1982, Bradbury era muy concluyente: “La gente me pide que prediga el futuro cuando lo único que quiero es prevenirlo”.

The Conversation